viernes, 16 de octubre de 2009

La lluvia de los días

La lluvia convertía la noche en una fiesta. Los niños podíamos andar de aquí para allá con el pijama y las botas de goma durante lo que durara la tormenta, con suerte, y si aguantábamos despiertos, hasta las claritas del día. En unos minutos era necesario construir una presa, para evitar la riada de lodo y de agua, sobre la casa, sobre los muebles, sobre la memoria de los libros antiguos de agüelo. En ese alboroto los niños éramos búhos, observando el ordenado caos de los mayores.

Una vez restalló un relámpago ante mis ojos, me cegó por minutos. Al abrir los ojos encontré a mis tías abuelas, cinco, y dispares, aunque evidentemente emparentadas, remangadas hasta las rodillas, mudando los muebles, de aquí para allá, como hormigas acuáticas, viejas y lunáticas.

Las tablas, enladrilladas y enyesadas con otras tablas, eran construcciones efímeras pero resistentes, con las que mi agüelo conseguía vencer el juvenil ímpetu de las aguas desquiciadas. En los días de lluvia de hoy, esos recuerdos de ayer se van horneando en la memoria del niño que sigo siendo, y la felicidad es total cuando puedo recuperar el exacto tono de su voz, o el aroma a tabaco de liar holandés, o las plañideras oraciones de agüela, reverberando interminablemente toda su superstición de una forma minuciosa y desesperada, esperando que los cielos y las aguas atiendan su concentración, que su miedo paralice la naturaleza, o que al menos la enternezca y deje de asustarla…Santa Bárbara Bendita, que en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita…

Agüelo, mientras tanto, terminaba su labor de castor; casi siempre salvaba los muebles, a mis tías, a nosotros, sus viejos libros y mis cómics de Tintin, Asterix y Grandes Aventureros de la Historia. Estúpidamente luego dejé escapar ese legado: hoy día me duele más que cualquier otra pérdida o fracaso.

La lluvia me recuerda esas noches y esos cómics y el olor y el sonido de mi agüelo.

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